miércoles, 11 de enero de 2012

La estupidez humana

Una ligera proporción de estupidez es tan improbable como un ligero embarazo.


En su Historia de la estupidez humana, cuenta Paul Tabori que, durante la edad moderna, las piernas de los cortesanos ingleses sufrieron duras pruebas, impuestas por las minucias del ceremonial.
En 1547, el mariscal Vieilleville fue invitado a almorzar con el rey Eduardo VI. En sus memorias describe la escena con conmovida indignación:
Los Caballeros de la Jarretera servían la mesa. Llevaban los platos, y cuando se acercaban a la alta mesa, se arrodillaban. Recibía los platos el Lord Chambelán, y de rodillas los ofrecía al Rey. A los franceses nos parece harto extraño que caballeros de las más famosas familias de Inglaterra, estadistas y generales eminentes debían arrodillarse de ese modo; cuando entre nosotros aún los pajes sólo se arrodillan en la puerta, en el momento de entrar al salón.”
Esta costumbre se mantuvo hasta el reinado de Carlos II, de Inglaterra. El conde Filiberto de Gramont, famoso por su lengua viperina, contempló las genuflexiones de los servidores la primera vez que fue invitado a un banquete de la corte. El conde, que había sido desterrado de Francia a causa de cierto escandaloso affaire con una de las amantes de Luis XIV, fue preguntado por Carlos:
-¿Verdad que no es lo mismo en su país? ¿Sirven de este modo al rey de Francia?
El conde no pudo reprimir su malicioso ingenio.
-Debo confesaros que no, majestad. Pero también he de reconocer mi error. Al principio creía que estos caballeros se arrodillaban para disculparse por el pésimo alimento que sirven a Vuestra Majestad.

Nos relata Tabori que algo que provocaba envidia entre la aristocracia era el orgulloso linaje de las casas reales inglesa, española y sueca... y también emulación.
Una antigua familia de la aristocracia francesa, el clan de los Lévis, recogió el desafío.
Se trataba de una familia rica, muy rica y distinguida, que había figurado en la historia de Francia desde el siglo XI, y habla dado al país varios mariscales, embajadores, gobernadores y otros dignatarios. Posteriormente se elevaron al rango ducal. Pero, no contentos con la fama y el honor que otros podían alcanzar, contrataron a un genealogista, el cual muy pronto descubrió que la familia descendía de la tribu de Leví, de destacado papel en el Antiguo Testamento.

El punto de partida fue el nombre del clan; y no fue difícil reunir los datos necesarios, utilizando un poco de imaginación y deformando bastante los hechos.
En esos tiempos, ¿quién se hubiera atrevido a poner en duda la verdad de esa afirmación?
Desde ese día, la familia Lévis se mostró extremadamente orgullosa de su parentesco bíblico. Relacionadas con este orgullo excesivo circulaban muchas anécdotas más o menos auténticas. Lady Sydney Morgan, en uno de sus libros de viajes por Francia (publicado en 1818) relata la visita a uno de los de los castillos de los Lévis.
En uno de los salones encontró un gran cuadro al óleo de la Sagrada Virgen, sentada en su trono, y frente a ella, arrodillado, uno de los Lévis. Con arreglo a la antigua tradición artística (cuya moderna contrapartida son los “globos” con leyendas en las historietas cómicas), de la boca de la Virgen salía una cinta con estas palabras: Mon cousin, couvrez vous... (Primo mío, cubríos)
¡La Virgen pedía a su primo que se cubriera y que no hiciera cumplidos!
Cuando uno de los duques de Lévis subía a su carruaje para asistir al servicio divino en Notre Dame, decía en voz alta a su cochero:
“¡Chez ma cousine, cocher!” (¡a lo de mi prima, cochero!)
Esta estupidez parece bien autenticada (Peignot la refiere en su Predicatoriana, Dijon, 1841, página 181, nota). A principios del siglo XIX la familia Lévis aún se aferraba a la leyenda de su antigua ascendencia hebrea.

Y el ejemplo fue contagioso. Cierta dama, miembro de la antigua familia alemana de los Dalberg, también encargó un cuadro, en el que uno de sus antepasados aparecía arrodillado frente a la Virgen, y ésta decía: “¡Levántate, querido pariente!”
Los barones Pons eran menos ambiciosos... reclamaban por antepasado a Poncio Pilatos. En cierto ocasión se encontraron los jefes de las familias Lévis y Pons. El duque de Lévis se volvió con aire de reproche hacia el barón de Pons: “¡Bien, barón, debéis reconocer que vuestros parientes han maltratado rudamente a los míos!” (Albert Cim: Nouvelles récréations littéraires, París, 1921).
Valiosa contrapartida del famoso cuadro de los Lévis era el que poseía la familia francesa de los Croy, igualmente antigua. El cuadro representaba el Diluvio. Entre las olas se elevaba una mano que sostenía un rollo de pergamino, y también alcanzaba a verse la cabeza de un hombre, que apenas emergía de las aguas. Y de la boca del hombre que se ahogaba surgía una leyenda: “¡Salvad los documentos de la familia Croy!” (Sauvez les titres de la maison de Croy).