
Manda el César revisar los estatutos que rigen las lides de gladiadores de fieras, y decide que los gladiadores no están autorizados a usar sus puños contra los felinos. Para eso tienen la red y el arpón.
Pero al gladiador se le quitan las armas y se le atan las muñecas. Para mayor sorpresa y mayor iracundia del emperador el gladiador derriba un tigre de Bengala con una certera patada en el culo de la fiera.
Colmada la paciencia del César, éste ordena que se entierre al gladiador de marras en el centro de la arena no dejándole más que su cabeza a ras de tierra, mandando en seguida que le echen el más poderoso y temible de los leopardos.
Cegado por el sol, divisa el leopardo a nuestro enterrado gladiador y de un salto inmenso y poderoso se lanza decidido a comerse su cabeza de un solo bocado.
Sin embargo, el gladiador utiliza el brinco del leopardo para hincarle sus propios colmillos en las rotundas bolas de la fiera, que huye despavorida.
Desde la tribuna, el César no resiste su indignación, se alza furibundo desde su trono y le grita desesperado: "¡Lucha limpio, hijoputa!".